domingo, 12 de abril de 2015

Reseña sobre Las aventuras de la negra Lola de Roberto Echavarren por Thomas Rothe

 

La negra-venturosa, reseña de Las aventuras de la negra Lola, por Thomas Rothe 


Sobre Las aventuras de la negra Lola, de Roberto Echavarren (Santiago de Chile, Editorial Cuneta, 2011), 134 págs.
Por Thomas Rothe

El título de esta novela engaña por lo tradicional que parece, recordando la misma fórmula usada en clásicos como Tom Sawyer, Huckleberry Finn, Sherlock Holmes y Tintín. Aunque en el caso de las novelas de Mark Twain corriera una veta anti-esclavista, los protagonistas de esos libros son todos hombres y blancos. Al situar, entonces, a “la negra Lola” como miembro de esa pandilla, surgen varios avisos de ruptura, frescura y burla, características narrativas que atraviesan la interesante propuesta novelística que entrega Echavarren.
    Las aventuras de la negra Lola presenta una serie de elementos que insinúa la semejanza biográfica con la vida de Lágrima Ríos (1924-2006), cantante afro-uruguaya también conocida como “la perla negra del tango” y “la dama del candombe”. Además de estar dedicada a Ríos, la novela relata varios sucesos de su vida real, como el hecho de apodarse “papa frita” en la infancia, crecer pobre en el ambiente de los conventillos, y llegar a cantar en los clubes nocturnos de Montevideo. Pero la protagonista, Lola, es otra, y transita el mundo de la ficción con una mezcla de elocuencia y torpeza, aunque a lo largo de esta borrasca de aventuras la perentoria similitud no deja de cobrar relevancia al denotar experiencias como la migración desde el campo hacia la ciudad, el trabajo como criada en una familia de blancos adinerados y la constante amenaza de la discriminación racial. A través de una narración en primera persona, el libro se transforma en una sincera “autobiografía” falsa: no aspira a contar una biografía fiel a los hechos, sino a cuestionar la veracidad de cualquier literatura que se proclama como autobiográfica, lo que nos hace recordar que toda vida es una ficción.
    La estética y la organización narrativa de la novela, se apoyan en ese aspecto crítico de las biografías. Con una fragmentación digna de elogios, el libro está compuesto por más de ochenta segmentos, todos titulados, cuya extensión varía desde una frase corta hasta una docena de páginas con diálogo y separación de párrafos. Estos segmentos no se rigen por una temporalidad lineal, más bien están esparcidos como distintos recuerdos de la protagonista-narradora: una excelente metáfora de la memoria como piezas sueltas de un rompecabezas.
Una de las problemáticas más evidentes que se pone en escena aquí es el reconocimiento de la presencia africana en Uruguay. Lola tiene una clara consciencia del color de su piel y muestra el deseo de recrear un pasado ancestral trizado por la esclavitud. En ese proceso, su abuela, que “procedía de un grupo de esclavos fugados de Brasil a través del río Yaguán” (39-40), es una figura importante por representar una fuente de historias y tradiciones a través de dichos populares y canciones de cuna. Se trata de una abuela cimarrona, no cristiana, pero que constantemente repite “dios mío”, siendo una encarnación clásica de la resistencia cultural en las comunidades negras de las Américas, y a la vez, un certero guiño humorístico de las paradojas del lenguaje.
    Hay otra trama intercalada a este popurrí de recuerdos que se configura como parte de una búsqueda identitaria en África. Se trata de la tribu masai que habita el territorio de lo que hoy es Kenia y Tanzania. Con el trasfondo del monte Kilimanjaro, vemos costumbres como la caza de leones, las vestimentas características de prendas color rojo intenso y los elegantes decorados corporales. Estas imágenes podrían ser la postal de un safari al borde de lo cliché, exaltando elementos exóticos de los indígenas que aparecen insertos en la novela sin ninguna justificación o relación con Lola ni con la genealogía de los afrodescendientes en América Latina. Pero por otro lado estos elementos parecen hablar de los engaños de la memoria, en particular con todos los enigmas que suelen empañar la historia de la descendencia africana, proponiendo, de forma un tanto irónica, que es realmente muy poco lo que se sabe de África. Vemos una escena que confirma esta idea: Lola, invitada a presentar videos sobre el candombe en un festival de cine en España, ve un documental sobre los masai, siendo su primer encuentro con la tribu africana, en un evento que alude a Europa como articulador entre el mundo latinoamericano y el africano; por cierto un articulador que tergiversa las imágenes.
    Sin embargo, sucede un giro tanto humorístico como significativo: Lola presta más atención a un documental que se llama Veinte centímetros, sobre una travesti que se prostituye para pagar un extravagante cambio de sexo. Este hecho resume bien que el discurso aquí no solamente se concentra en la reivindicación de la cultura afro en Uruguay sino que penetra todo el mundo socialmente marginado, dándole una vuelta hacia lo normal en un gesto no menos combativo. Quizás por eso Lola afirma: “soy una persona de pueblo, vulgar y corriente” (68), afirmación sugerente de que todos los sujetos que aparecen en la novela, desde bandoleros hasta drogadictos y homosexuales ninfómonos, no son tanto la minoría, sino que realmente configuran gran parte de nosotros, o que todos tenemos algo de lo inusual. El discurso aquí claramente aborda problemas serios e irresueltos en nuestras sociedades latinoamericanas, pero desde la subversión del humor, enunciado que podría explicar el epígrafe de Philippe Sollers: “Lo sagrado sin humor es una impostura, / el humor sin lo sagrado, una caricatura”; o encontrar explicación en frases como, “el arrebato reemplaza cualquier añoranza” (111). Echavarren tampoco deja el acto de escribir a salvo, pues cuando una maestra del asilo de niñas donde se alberga Lola le pregunta si quiere ser escritora o poeta, responde: “No quiero sentarme inmóvil, aburrirme o ponerme triste. Quiero bailar. ¡Yo quiero ser bailarina!” (36).
Publicada anteriormente en 2009 en Montevideo bajo el título Yo era una brasa –última frase del texto–, la novela descuartiza la historia de Lágrima Ríos para contar la de Lola, uniendo ambos personajes en una canción inagotable que invita a reflexionar sobre temas tristes e injusticias pero sin la melancolía tan flagrante en el ámbito artístico: Echavarren ha escrito un carnaval. Esto agrega una pieza importante a la literatura latinoamericana desde varias perspectivas a menudo pasado por alto en Chile pero cuya relevancia se está explorando cada vez más con merecido rigor.
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Una aclaración acerca de Las noches rusas por Roberto Echavarren

Una aclaración acerca de Las noches rusas 

Por Roberto Echavarren


No es mi costumbre responder reseñas, pero la que salió en Ñ Clarín el 07/09/12 con el título "Una inmersión en el alma rusa" acerca de mi libro Las noches rusas me pareció tan desenfocada que no puedo menos de escribir una breve respuesta. Las noches rusas es un libro erudito que ha recibido críticas concienzudas, ponderadas y positivas: en Argentina  fue nota de tapa en Radar y Guillermo Sacomano le dedicó tres páginas enteras del suplemento, mientras Elvio Gandolfo se expidió en Perfil con una nota de página entera,  sin contar con la de Alberto Manguel en El País de Madrid, y las notas aparecidas en Uruguay en El País Cultural, Caras y caretas y Ladiaria.
    En cambio me pareció completamente desubicado el tono desdeñoso del reseñista de Ñ. Mi impresión es que no se tomó el trabajo de leer el libro de ochocientas páginas. Meramente instaló su prejuicio y su ignorancia tratando de parecer inteligente con un pase de birlibirloque lamentable. De hecho la única frase que cita está sacada de las páginas iniciales del libro. Sin duda se trata de una persona que carece completamente de conocimientos adecuados al tema, pero que ha tomado además una actitud arrogante y frívola ante Las noches rusas. De modo que escribo esta respuesta, que es respetuosa, meramente aclaratoria.
    Según el reseñista de Las noches rusas en Ñ, el propósito de mi libro es encontrar el “alma rusa”. Ese no fue mi propósito; no creo en el alma rusa, ni en el alma argentina, ni en el alma uruguaya, ni en cualquier otra esencia o identidad de una vida y una cultura. El propósito manifiesto del libro, como establezco en el prólogo, es investigar el terror en Rusia bajo el régimen soviético.
El reseñista pretende que mi tratamiento de la historia  rusa es “chato” porque no hago coincidir la acción política de Lenin con “la experiencia colectiva rusa”.  Pero esa “experiencia colectiva” iba por caminos diferentes. Hay dos revoluciones rusas victoriosas. En primer lugar la revolución de 1905, que logró del zar la concesión de un parlamento electivo, legitimó a los partidos políticos, trajo un considerable relajamiento de la censura acerca de la actividad política y las costumbres, permitió el crecimiento de la prensa, la libertad progresiva de opinión y de crítica. Desde 1906 Rusia inició el camino de una monarquía parlamentaria.
    En febrero de 1917, ocurrió la segunda revolución rusa. Debido al déficit de transportes que dificultaba el surtido de alimentos para Petrogrado, problemas relacionados con la Primera Guerra Mundial entonces en curso, una protesta iniciada en los barrios obreros de la capital industrial y la resistencia de los batallones de nuevos conscriptos a disparar contra los manifestantes, llevó a los generales del Alto Mando cercanos al frente de guerra a presionar al zar para que abdicase. La abdicación dejó un vacío de poder, que llenó su legítimo sucesor, el parlamento, resultado de las elecciones. Legitimado por elecciones, el parlamento llenó el hueco de poder. Este parlamento votó a un comité ejecutivo, formando el Gobierno Provisorio, integrado por algunos de sus miembros, a fin de convocar a elecciones de una Asamblea Constituyente que decidiese la constitución del gobierno de Rusia de acuerdo a la voluntad popular.
    Este proceso fue interrumpido por el golpe de estado de Lenin en octubre de 1917. Es considerado por los historiadores el primer golpe de estado moderno, y un modelo para los que vinieron después. Con un reducido grupo paramilitar, la Guardia Roja, tomó control de los medios de comunicación, los teléfonos, telégrafos, y los centros neurálgicos de la administración, sitiando a los ministros del Gobierno Provisorio en el local donde sesionaban, el Palacio de Invierno. La poca simpatía de los militares derechistas, comprometidos en los escenarios de la guerra, por la vocación democrática del Gobierno Provisorio, hizo el resto. Al no apoyar al Gobierno de modo efectivo, los militares facilitaron el control de Lenin en la capital y luego, no sin resistencias, en Moscú. Al dar su golpe, Lenin quiso adelantarse a las elecciones de la Asamblea Constituyente, fijadas por el Gobierno Provisorio para noviembre de 1917. No obstante, la amplia presión popular y de los partidos políticos en favor de las elecciones obligó a Lenin a tolerarlas. Todavía no se había afianzado en el poder. Las elecciones tuvieron lugar en noviembre, como estaba programado, y es de notar el altísimo grado de participación, así como el hecho de que votaron también las mujeres, práctica no admitida aún en el resto de los países europeos. El resultado de estas  elecciones universales fue desfavorable a Lenin. Su partido bolchevique logró un tercer puesto debajo de los partidos mayoritarios, el menchevique y el social revolucionario. Viendo que la Asamblea Constituyente, reunida el 5 de enero de 1918, no se doblegaría, Lenin la disolvió por la fuerza de la CHEKA después de un solo día de deliberaciones. La policía política, o CHEKA, creada por los bolcheviques un par de meses antes como instrumento de control, mató en el proceso a algunos de los recién electos diputados.  Puede decirse que el golpe de Lenin fue doble, o en dos etapas: en octubre de 1917, al provocar el colapso del Gobierno Provisorio, y en enero de 1918, al disolver por la fuerza la Asamblea Constituyente.
    A partir de la disolución violenta de la Asamblea Constituyente, la libertad de prensa y de expresión en Rusia acabaron. Lenin gobernó por el terror, y fue además un gran teórico del terror, como puede verse en los documentos que expongo en mi investigación. Pronto se deshizo de los otros partidos políticos, eliminando o desterrando a sus dirigentes, persiguiendo a sus partidarios, condenándolos en juicios espectáculo, actividad teatral en la que después descolló Stalin. Inventó e implementó los campos de concentración, o GULAG, después imitados por Hitler, mató un millón de personas en ejecuciones sumarias de la CHEKA, organizó junto a Trotski el Ejército Rojo, que le sirvió, entre otras cosas, para aplastar y gasear a las masivas rebeliones campesinas ante la confiscación forzosa del grano, y para masacrar a los marinos de la flota del Báltico en el holocausto de Kronstadt. La práctica bolchevique de  confiscación forzosa del grano produjo una gran escasez, ya que los campesinos se resistían a cultivar. El hambre mató a cinco millones de personas entre 1920 y 1922.
    Investigar el terror bajo el régimen de Hitler es considerado legítimo. ¿Encarnaba él “la experiencia colectiva alemana”? Al menos ganó una elección. Mientras Lenin jamás fue elegido por el pueblo. Pero algunos, incluido el reseñista, consideran que investigar el terror en relación a la Unión Soviética es ilegítimo. Desde el anarquista ruso Maximov (La guillotina en acción) pasando por Robert Conquest, por Richard Pipes, culminando en nuestros días con Orlando Figes, la bibliografía de los historiadores acerca del terror en Rusia bajo el régimen soviético inaugurado por Lenin es riquísima. A eso debemos agregar los monumentales testimonios literarios de Shalamov, Solzhenitzin, Nadezda Mandelstam, Eugenia Guinzburg, sólo para nombrar algunos de los más notorios, entre un mar de testimonios. Lo singular de mi cometido, en Las noches rusas, ha sido ocuparme de historia oral, recabando las voces de personas ancianas antes de que se perdieran, y también examinar las expresiones artísticas rusas como tareas de resistencia.
    En Las noches rusas, en tanto literato e historiador, me ocupo de examinar la poesía, la música, el teatro rusos, como tareas de resistencia. Además recojo historias de vida de personas ancianas que vivieron bajo el sitio de Leningrado o actuaron en el frente ruso durante la Segunda Guerra Mundial. Y en tercer lugar, en tanto historiador, me enfrento a los problemas políticos, económicos, y jurídicos del gobierno y la sociedad rusos. Cada registro (historia cultural, historia individual, historia del proceso político, económico y jurídico) arroja luz sobre los otros, para dar una impresión de historia viva, o historia en proceso, combinando la concretud individual con la visión panorámica. Sugiero, a quien se adentre en la lectura, que (aparte de los capítulos sobre cuestiones literarias y artísticas, y aparte de los testimonios o historias de vida) se detenga en el detallado capítulo acerca de Lenin, o en el capítulo acerca del mir – la comuna campesina creada por Alejandro II – o el Ejército Ruso de Liberación, o la colectivización forzosa de la agricultura, o la ley de 1934 que penalizó la homosexualidad. Lo curioso es que antes del período soviético Rusia era un país bastante tolerante con respecto a las sexualidades disidentes, mucho más tolerante que Inglaterra por ejemplo, y en general que el resto de Europa. Estos tópicos que he nombrado y otros exhiben los aportes de la investigación de archivos, de nuevos aportes bibliográficos, y suponen sin duda una puesta al día del relato del historiador. Los tópicos se pueden rastrear y cotejar a placer en el “Índice onomástico de personajes históricos” porque, fuera del estupor de la primera lectura, Las noches rusas, materia y memoria, es un libro de referencia.
    Del modo en que tratemos la memoria de los demás depende el modo en que seremos tratados nosotros mismos. Los testimonios son duros: desde el relato de sobrevivientes del sitio nazi a Leningrado (Petersburgo) hasta el modus operandi de Stalin durante la guerra, hasta el periplo de los niños vascos refugiados que nunca pudieron volver a su tierra, uno tras otro, los relatos reviven tormentas y pesadillas, incomodan, pero asoman imprescindibles para atisbar una mirada diferente a circunstancias políticas y cotidianas que durante mucho tiempo fueron ocultadas por la desinformación y la propaganda. Con respecto a la Unión Soviética, cuando ya no se la puede defender, la mala fe y la irresponsabilidad  buscan  recubrirla de un manto de amnesia. Veinte años después del derrumbe de la Unión Soviética, una superstición residual, un dogma o sofisma irreductible, sigue las pautas de la desinformación y la propaganda que duraron setenta años. Pero hay allí mucho para descubrir y ponderar. Sólo que algunos no consideran de buen tono investigar el terror. Algunos todavía coquetean encima de millones y millones de asesinatos, negándolos o borrándolos. Esas personas, o bien carecen de sensibilidad para los derechos humanos, o tienen una sensibilidad curiosamente fracturada: los derechos pueden reclamarse para cierto país o enclave, pero no para otro país o enclave. Esta mentalidad hipócrita me da asco. Me parece que no se puede recubrir con un manto de amnesia cada período histórico que se ha sobrepasado. No entender el pasado quiere decir no entender de dónde venimos y flotar en un presente trivial y seguir creyendo en mentiras que se han probado falsas. Dar cuenta de algo quiere decir entenderlo, por un lado, y al entenderlo tomar en cuenta los sufrimientos, las injusticias, las humillaciones. Es una responsabilidad de la memoria.
    Michel Foucault, entre otros, considera que no se puede inscribir el totalitarismo de Lenin como una etapa hacia la realización paulatina del estado de derecho. “El Estado providencia, el Estado de bienestar, no tiene la misma forma, ni a mi entender la misma cepa, el mismo origen que el Estado totalitario, sea nazi, fascista o estalinista. Querría indicarles que ese Estado que podemos calificar de totalitario, lejos de caracterizarse por la intensificación y la extensión endógena de los mecanismos estatales, ese Estado totalitario no es en absoluto la exaltación del Estado, sino que constituye por el contrario una limitación, una disminución, una subordinación de su autonomía, su especificidad y su funcionamiento característico. ¿Con respecto a qué? Con respecto a algo distinto que es el Partido. En otras palabras, la idea sería que el principio de los regímenes totalitarios no debe buscarse por el lado del desarrollo intrínseco del Estado y de sus mecanismos. Para decirlo de otro modo, el Estado totalitario no es el Estado administrativo del siglo dieciocho, el Polizeistaat del siglo diecinueve llevado al límite; ni el Estado burocratizado del siglo diecinueve llevado al límite. El Estado totalitario es algo diferente. Es menester buscar su principio no en la gubernamentalidad estatizante o estatizada, cuyo nacimiento presenciamos en los siglos diecisiete y dieciocho, sino justamente por el lado de una gubernamentalidad no estatal: en lo que podríamos llamar una gubernamentalidad de Partido. El Partido, esa organización muy extraordinaria, muy curiosa, muy novedosa, la muy novedosa gubernamentalidad de Partido, aparecida en Europa a fines del siglo diecinueve, es probablemente lo que está en el origen de algo como los regímenes totalitarios: el nazismo, el fascismo, el estalinismo.” (Nacimiento de la biopolítica, Buenos Aires, FCE, 2007, pp. 223-224)  El “Partido” no es en verdad ni siquiera un partido político en el sentido jurídico del término, dentro de un Estado de derecho, un partido que compita en las elecciones con otros partidos y lleve a sus candidatos a un parlamento de representantes. El Partido nazi o el Partido comunista no es un partido, sino un “gang monopolístico” (Foucault dixit, y esto lo vio Bertold Brecht en La irresistible ascensión de Arturo Ui) que suprime la competencia y desguaza los dispositivos jurídicos del Estado de derecho, dejando sólo un aparato de dominación.

Entrevista a Roberto Echavarren acerca de Las noches rusas, Mercurio, Chile


Un tsunami literario, reseña sobre Las noches rusas, por Quintín, en Perfil


Un tsunami literario


El libro más curioso que leí este año se llama Las noches rusas y su autor es Roberto Echavarren. La edición (2011) es uruguaya como el autor y debe ser de los pocos libros orientales de 800 páginas. Echavarren (Montevideo, 1944), dio clases durante décadas en Londres y Nueva York y tiene una bibliografía frondosa como poeta, narrador y ensayista. Ha escrito sobre Onetti, sobre Puig, sobre Felisberto Hernández, sobre pornografía, sobre las figuras del erotismo. Su primera novela, Ave Roc (1994), es una biografía lírica de Jim Morrison narrada por un imaginario amante sudamericano, en la que se cruzan Kerouac, Ginsberg y el Don Juan de Castaneda. Debería ser un clásico, pero tal vez Echavarren no sea más conocido o apreciado porque es un escritor en paralelo, es decir alguien que ha tratado temas candentes de la modernidad social y literaria desde una perspectiva ajena al mainstream cultural: una obsesión atraviesa su obra, una dimensión utópica que podría definirse como la abolición de los géneros sexuales por vía de su multiplicación al infinito. Echavarren detecta en contextos completamente diversos la explosión del deseo y deconstruye los arquetipos clásicos masculino y femenino, homo y heterosexual, los recombina en complejidades que tienen como puntos de partida complementarios criaturas andróginas y hermafroditas. Se pregunta, por ejemplo, qué es la Lolita de Nabokov, si una chica andrógina, o un muchacho disfrazado y lee con agudeza la ambigüedad del autor en relación a la pedofilia a lo largo de toda su obra.
Pero Las noches rusas es otra cosa, o mejor dicho es el choque del intrincado, intenso mundo de Echavarren con otro planeta: el de la Revolución Rusa. En principio, el libro es el diario personal de un investigador que viaja a San Petersburgo en 2001, evoca fragmentos de la historia soviética y recoge testimonios de los sobrevivientes de la Segunda Guerra, en especial del terrible sitio de Leningrado. El libro incluye relatos, crónicas, obras de teatro, poemas y si algún género lo abarca es el de la novela, una novela de ambición extraordinaria que excede el terreno de la ficción. Pero también es una gran obra política, que se introduce de un modo sesgado pero demoledor en una discusión que atraviesa el siglo XX y llega a nuestros días bajo la forma de una lucha por la hegemonía cultural.
Las noches rusas es un descenso al infierno soviético desde su fundación, a partir del golpe de Estado de Lenin contra la Asamblea Constituyente elegida por sufragio universal y en la que los bolcheviques no eran mayoría. Echavarren deja en claro que Lenin, cuyo culto aún nos abruma y cuyos métodos siguen inspirando al populismo totalitario de este siglo, era un conspirador audaz, un estadista mediocre y un genocida sistemático y despiadado, del que Stalin fue un discípulo que perfeccionó el trabajo esclavo, aumentó las víctimas e innovó sólo al incluir a los propios entre ellas. El padecimiento infinito de un país bajo la guerra, agravado por las atrocidades de la policía política, es el material de Las noches rusas, que dedica varias páginas a los artistas que resistieron al régimen (Tsvietáieva, Meyerhold, Shostakóvich). Con un oído atento a la homosexualidad y su expresión entre el hambre y las balas, con digresiones que incluyen desde la descripción de los uniformes militares a la evolución del campesinado ruso, Roberto Echavarren registra, reconstruye o inventa relatos de vida y le da forma a un fresco desordenado e inconcluso, a una sinfonía del padecimiento cuyo resultado es el presente gris, atormentado y aún despótico de la Rusia de Putin.

El arca rusa, reseña de Las noches rusas por Guillermo Sacomano, Radar, Página 12

EL ARCA RUSA

Poeta y crítico uruguayo, Roberto Echavarren registra en la formidable Las noches rusas, materia y memoria, un viaje a Rusia iniciado emblemáticamente el 11 de septiembre de 2001. En un libro inclasificable e hipnótico, conjuga testimonios de sobrevivientes al sitio de Leningrado con la vida actual y nocturna de San Petersburgo, la destrucción del socialismo real y la reconstrucción de la generación de artistas e intelectuales más notable que supo existir entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX. Un viaje al fin de una utopía y también al fin de la noche.

 Por Guillermo Saccomanno
En la mañana del 11 de septiembre del 2001 el escritor uruguayo Roberto Echavarren viaja a Rusia. El viaje, desde la partida, tiene un grado notable de audacia. Pensemos en la lengua como obstáculo. Pero para Echavarren no es un obstáculo. Ha traducido con rigor y sensibilidad tanto a Wallace Stevens como a John Ashbery. Y tiene en claro la lengua como toda una cuestión: “Traducir, en mi opinión, es reconstruir el pensamiento del poema. Una palabra mal traducida es un patinaje feo que puede cambiar todo el cariz de un pasaje”. Esta idea de la traducción y el respeto a una lengua ajena opera en su aprendizaje del ruso previo al viaje y en su perfeccionamiento del idioma luego en el terreno. Hay que señalarlo, Rusia no es sólo una gran literatura sino también la promesa frustrada de la construcción de una sociedad más justa, una sociedad que se debatió entre ser europea y el eslavismo atávico, en la que nunca Marx pudo imaginar que se afincaría el fantasma temible que amenazaba Europa: la revolución proletaria. Es decir, la Rusia en cuya búsqueda va Echavarren es un arca en donde se conserva, además de una magnífica tradición literaria, la memoria de una de las historias más heroicas y siniestras del siglo pasado: el sitio de Leningrado. Pero a diferencia del arca de Sokurov, Echavarren no va en busca del tiempo aristocrático perdido, el esplendor imperial, el vals de la nobleza zarista, las reliquias estéticas del Hermitage. El arca de Echavarren contiene el rescate del contrapunto entre lo social y lo particular, partiendo del sujeto. En este nivel, aquello que procura reconstruir es, aunque pueda no admitirlo, en términos de Lucaks, una totalización “novelizada” que da cuenta de la relación entre individuo y sociedad, pero, como no puede ser de otro modo, la totalización sólo puede conquistarla en el presente a través de una fragmentación, recortes, piezas de un puzzle que data la ingeniería social y la negación de la libertad. En este sentido, su búsqueda se presenta como un intento documentado y desolador de lo que no fue, y no fue porque los sueños de la razón engendran monstruos. Además de la teoría de la novela de Lucáks, entre otros derrumbes del siglo XX, hay que tener presente también la caída del Muro de Berlín. Escombros, cascotes. No otra cosa son sus historias tan duras como una pedrada cuestionadora para quienes fueron feligreses peceístas.
El mismo día de su partida de Uruguay, en el taxi que lo traslada al aeropuerto, Echavarren escucha que la radio interrumpe un tema de Lágrima Ríos para dar paso a la información. Dos aviones, en instantes, se han estrellado contra las Torres Gemelas, paradigma de monumentalismo capitalista. Que el viaje de Echavarren a Rusia comience justo cuando el histórico enemigo de la Unión Soviética recibe tamaños impactos le confiere al libro, desde el vamos, un encuadre. Es cierto, los tiempos han cambiado –la caída del Muro, ya dije– y tal vez el enemigo de EE.UU. potencia no es ya Rusia sino el planeta entero. “Los norteamericanos debemos preguntarnos por qué el mundo no nos quiere”, propuso en esos días Norman Mailer desde The New York Times, desafío que no parece haber inquietado mucho al gobierno de su país. Pero volvamos a Echavarren y su viaje a través de Las noches rusas, este frondoso libro. Y si escribo “libro” es porque no quiero encasillarlo como artefacto en una categoría cómoda, ya que Las noches rusas se resiste a la clasificación de mera cosecha de crónicas, inquietud por la estampa, apuntes de flânneur, por qué no, sesgada autobiografía intelectual de quien supo ser catedrático de literatura latinoamericana y comparada en Nueva York. Sin embargo, inclasificable, Las noches rusas es todo eso y aún más. Si bien en la primera línea del prólogo Echavarren declara que “éste es un diario personal”, aunque lo finja en más de un sentido, supera la categorización crítica de un solo género, el diario, y se hibridiza ramificándose también como compendio voluminoso de testimonios, summa de denuncias contra el poder omnímodo del totalitarismo, como colección de horrores concentracionarios, como tributo sentido a la cultura rusa, como collage esporádico de aventuras eróticas gay en subrepticios enganches gay y, acá es donde la escritura de Echavarren se vuelve subyugante, confesión entrecortada y fugaz de estos enganches y, a la vez, minuciosa crónica de costumbres que pivotea sobre la noción de realismo, burlando los paradigmas de lo que pretendió ser “el realismo socialista” y deslizándose con soltura por “el realismo sucio” que propicia una realidad cutre, seres abandonados a un destino desgraciado, léase el Estado soviético, su burocracia inabarcable, lo que queda de su gigantesca sombra filtrándose en los intersticios de lo cotidiano.
Si alguien piensa que exagero, lo invito a que se sumerja en la lectura de uno de los textos más “intensos” (término de moda la “intensidad”, pero raramente encontrado en una práctica escritural) que se vieron por acá. “Me interesaba llegar al nadir del siglo para entender que estuvo en juego, el arrasamiento de ese sujeto-población. Quise saber cuáles habían sido los límites de la entereza en tales circunstancias, qué quedaba de las calidades éticas y físicas, en la prueba de vida de esas personas.” Este es el propósito de Echavarren al entrevistar a “gente anciana, sobrevivientes del sitio de Leningrado y combatientes del frente ruso en la Segunda Guerra Mundial”. No hace falta que el escritor lo advierta: recoge estos testimonios “para que se sepa”. Y acá una Pregunta que no puede pasarse por alto: ¿Que se sepa “qué”? ¿“Qué” es lo que no se sabe ya del terrorismo de Estado soviético, la paranoia instalada en los mínimos gestos familiares, de las atrocidades cometidas en los gulags, el calvario de los campesinos colectivizados, los relatos de antropofagia y la comercialización de cadáveres durante las hambrunas? Nada nuevo si se han leído los descarnados Relatos de Kolima, de Varlan Shalamov, Vida y destino y Todo pasa, de Vassili Grossman, la crónica Imperio, de Ryszard Kapuscinski y ensayos como el de Tzvetan Tdorov, Memoria del mal, tentación del bien.
Si lo que viene a agregar Las noches rusas son testimonios, nunca están de más y bienvenidos sean, pero no arrojan una luz nueva en cuanto a lo histórico y/o anecdótico. Su mérito reside, arriesgo, en otro lado: en una operación literaria tan apasionada como incisiva, siempre tensando el límite del espanto detallado minuciosamente, que pone en tela de juicio la noción de “realismo” siendo, a su pesar y con conciencia de este riesgo, realismo puro. Así como en el porno la representación se basa en la mecanicidad sexual, el efecto que produce la acumulación de horrores de Las noches rusas genera un inquietante efecto similar: el terror desatado de la ingeniería social formatea rutinariamente la destrucción. La humillación que exponen los testimonios de Echavarren, testimonios de la vulnerabilidad física, devienen casi teatralización gore de la violencia más visceral, causando una irresistible atracción morbo que exacerba y retuerce la denuncia. Y es esta seducción del abismo, ver hasta dónde uno puede asomarse al dolor del lacerado y la anulación de la identidad donde salta otro de los elogios que puede hacérsele a Las noches rusas: Echavarren reescribe, a su manera, una literatura rusa que no elude la problemática de la extraterritorialidad. Aquello que podría considerarse exotismo, un uruguayo gay en San Petersburgo, pasa sin escalas a ser auténtica literatura rusa, una lección de estilo que, con certeza, de traducirse al ruso emanará las mismas vibraciones a los rusos que a nosotros las de Dostoievski, esas que aun leídas en segundas traducciones, siguen manteniendo intacta su virulencia. Debo admitirlo: hacía tiempo que no leía un escritor “ruso” tan contundente como Echavarren. Ruso, digo, no por el paisaje, el escenario y los personajes sino por eso que podía ser ruso en Arlt, al análisis del Mal y la exégesis de una pureza nunca del todo extinguida.
Los testimonios de los sobrevivientes al sitio de Leningrado por el ejército alemán (900 días de bloqueo de la por entonces ex San Petersburgo, lo que va desde 1941 a 1944, y que dejó un tendal de más de 1.500.000 muertos según datos extraoficiales, aunque el número es mayor), no son meras grabaciones. Más de un entrevistado por Echavarren le suministra las memorias manuscritas de un pariente (un tío, un padre, un hermano), es decir, una escritura autobiográfica que conjuga tanto la declaración ante la Cheka, el diario íntimo como el legado a generaciones venideras. Echavarren, en su viaje por San Petersburgo y, más tarde, Moscú, no quiere perderse nada: casi con manía ambulatoria ahonda en la curiosidad del viajero fascinado por la arquitectura veneciana bajo la nieve, sus oropeles vetustos con el mismo interés por los ribetes de la anécdota de las víctimas. Quizá la definición de su programa narrativo en cuanto a estilo y propósito pueda cifrarse en un pasaje donde Echavarren narra la visita a un templo: “Desde las alturas una voz solista, fina, de cristal, se balancea en un trémolo, como suspendida de un trapecio; colgada de apoyos inexistentes ondula a lo largo de una nota única, una nota continua que atraviesa todos los demás sonidos. Las variantes melódicas de los popes y del coro son efecto de la gravitación de esa nota hipnótica, el ruido de fondo del universo”. Digámoslo así: Las noches rusas dispone una escritura de “nota única” (las vicisitudes personales, la perspectiva queer, la fascinación por los auténticos antihéroes –y son legión– y simultáneamente destila una comprensión solidaria que circula entre líneas, todo el tiempo, en cada entrevista, en cada conversación, imprimiéndole una calidez piadosa al encuentro más trivial), esta escritura de “nota única”, a pesar de que el interés se centra en los testimonios, se recorta por encima del “ruido de fondo” de los mismos que, a su modo, componen un fresco social que esquiva con cuidado tanto el riesgo de un realismo socialista como el costumbrismo de trazo grueso, la jugada facilonga del efecto. Porque Echavarren elabora con una distancia clínica, a lo largo de 800 páginas de tipografía apretada, las historias de intelectuales, poetas, músicos, artistas, bailarines. Acá están el oportunista Erehmburg y el indignado Gorki, el amor homoerótico de Esenin y Kliver, las diferencias y rabietas entre Meyerhold y Stanilavski, la admiración recíproca de Chejov y Shostakovich, las tribulaciones de Maiakovski y la Tsvetaieva, el fin de Blok, los apuntes de Berberova, y la lenta caída de Ajmátova. No faltan los interrogatorios, las torturas, las deportaciones y los tiros en la nuca que la Cheka disparaba a los disidentes o sospechosos. Tampoco el retrato de un Lenin menos pensador que mandamás poseído y paranoico. Le sigue la semblanza de un Trotsky furibundo y sangriento. Y, omnipresente, la figura intimidante de Stalin, el Supremo. Si la intimidad de una de las elites intelectuales más trascendentes del siglo pasado domina buena parte del libro de Echavarren, no se quedan atrás las conmovedoras historias de soldados veteranos, generales condecorados que todavía discuten los estropicios estratégicos de Stalin, trabajadores, exiliadas y exiliados españoles, sobrevivientes, en fin, los seres anónimos que han protagonizado lo que se ha dado en llamar “El siglo ruso”. Retratos como “La mujer grúa”, “La niña de España”, “Mi amigo Petia” o análisis políticos como “El ejército ruso de liberación” y “El koljós y la fábrica” hacen de Las noches rusas un libro inolvidable. Una acotación: si el libro de Echavarren se subtitula “Materia y memoria”, esto puede inducir a una reflexión. La materia, el cuerpo, dicta la memoria. Pero la memoria, para hacerse materia, no puede prescindir de la escritura, su marca, y éste es el caso.

Cabe destacarlo: en Echavarren hay además dos registros de escritura: el inmediato y el histórico. En el inmediato es donde aparecen a menudo, con un impromptu de sensualidad en primer plano, el signo y el guiño homoerótico. Un ejemplo, “Moscú en auto”, capítulo en el que Echavarren cuenta un levante callejero. En los tramos específicamente históricos, la prosa se vuelve más seca, menos ornamental y más “periodística”. Dos registros, convengamos, intercalados, que podrían leerse separados si bien, en su complementariedad, disparan, desde la literatura gay, contra la represión y la beatería censora. En este segundo registro, el histórico, Echavarren escribe un capítulo entero dedicado a rastrear la sodomía y práctica en la sociedad rusa desde tiempos inmemoriales hasta la temible ley Yagoda. Desde Iván el Terrible hasta los Romanov, pasando por Tchaikovski, aquellos que no incursionaron en la homosexualidad, pudieron sentir magnetismo por el asunto: allí están los oficiales apolíneos y esbeltos de Tolstoi y no lejos el eros juvenil de Turgueniev. Entonces conviene pensar Las noches rusas desde otra perspectiva, una que incluye tanto al cubano Reynaldo Arenas como al argentino Néstor Perlongher, dos referencias que no se pueden eludir.
Es inevitable, cuando se transita por la zona gore de los gulags, pensar en los padecimientos del Arenas de Antes que anochezca en la prisión. No cabe duda de que Arenas en su relato carga contra el régimen cubano no tanto por el fracaso del socialismo real, como contra la censura y la represión sexual: lo suyo es un alegato en el que además de acusar las buenas intenciones de la izquierda latinoamericana con García Márquez a la cabeza, alcanzando así una desaforada evocación erótica que lo lleva a afirmar que tuvo relaciones homosexuales con casi todo el ejército de la isla. Es en este punto donde el resentimiento debilita la autobiografía de Arenas: el enjundio gay desemboca en manifiesto gusano. Y su autobiografía, más que ser un texto que pueda enriquecer la discusión revolucionaria termina llevando agua al molino del vargasllosismo liberal. El caso Perlongher es distinto: al convertirse en militante homosexual, el poeta Perlongher rompe con el trotskista Política Obrera en el que militaba. Su alejamiento lo fundamenta explícitamente en la mojigatería de la izquierda setentista. Pero esta crítica no lo convierte a Perlongher en un reaccionario. Echavarren ahora: el escritor uruguayo estudió a fondo la obra de Perlongher. Y al leer Las noches rusas encontramos un eco del Perlongher indigesto y subversivo para la cerrada mentalidad progre de su época. Lo que llama la atención es que la crítica de Echavarren al poder soviético no va contra el socialismo como proyecto, sino contra el socialismo real (parafraseando a Isaac Deutscher, otro trotskista, se trata de “La revolución traicionada”). Es verdad, parece insinuar con sagacidad Echavarren, el socialismo real ha sido un fracaso estrepitoso. Pero al capitalismo no le va mejor. Y entonces hay que volver al comienzo del viaje, los dos aviones derribando la Torres Gemelas.
Ya culminando el viaje, en su última mañana en Peter, como llama cómplice a la ciudad, Echavarren, al dar una vuelta por la Plaza de la Victoria anota: “El pasado se vuelve presente en este lugar escultórico, en esta plaza muda, congelada. Exhibe un presente más vasto. Abre una puerta para pensar. Hoy nevó mucho. El bronce negro resalta contra la nieve impoluta. La temperatura, el hábitat, la naturaleza en invierno, las noches interminables. Las planicies rusas”.

La noche europea, sobre Las noches rusas, por Alberto Manguel

 

La noche europea

Por: | 26 de mayo de 2012
ManguelimagesCANAZDOA

por ALBERTO MANGUEL
Viajar es un acto narrativo. Pasar de un lugar a otro cruzando espacios que no conocemos es, en cierto modo, hacer literatura: al fin y al cabo, una de nuestras más antiguas metáforas declara que el mundo es un libro. El viajero construye historias a partir de lo que ve y escucha y siente, y atribuye a sus partidas y llegadas las características de una primera y de una última página. Las personas con las que se encuentra se convierten en personajes de su historia; a veces es el viajero el protagonista, a veces son los otros. Paso a paso, el viajero descubre e también inventa su narración. Ponerla por escrito no es sino un paso más, por cierto no el esencial.
Desde siempre, las mejores crónicas de viaje no han sido meramente descriptivas. Lo que interesa al lector no es sólo visitar un cierto paisaje a través de los ojos del autor, sino, por sobre todo, compartir las pequeñas molestias y delicias de la aventura: el mal tiempo, la extraña comida, los encuentros amorosos, los accidentes, los traumas burocráticos, el sentimiento de lo ajeno. El lector de libros de viaje no quiere privarse ni de los peores peligros ni de las más banales epifanías. Lo único que rechaza es el tedio.
El 11 de septembre de 2001, el poeta y crítico uruguayo Roberto Echavarren toma un vuelo para San Petersburgo desde Montevideo. El vuelo hace escala en Buenos Aires y en Fráncfort, pero a pesar de la confusión que reina en los cielos del mundo entero en esa fecha emblemática, Echavarren llega a su destino con sólo unas horas de atraso. El atentado terrorista de Nueva York influye poco o nada en su estadía en Rusia. Para Echavarren, la historia inmediata parece tener menos peso que el vasto pasado que surgirá a cada paso de su periplo ruso, quizás porque le interesa menos el obligatorio testimonio del turista contemporáneo que el acopio de voces y visiones de décadas anteriores, todavía mal conocidas. Echavarren parece viajar por razones casi geólogicas, para registrar en sus cuadernos las capas secretas y vetas ocultas bajo la superficie de la Rusia contemporánea.
Su propósito declarado es estudiar la lengua, pero su interés obviamente reside en la presencia de fantasmas, en los sobrevivientes del regimen stalinista y el recuerdo de sus atroces experiencias. Echevarren entiende que las cifras colosales que debaten los historiadores (1.5 millón de hombres y mujeres asesinados, 5 millones muertos en los gulags, 7.5 millones deportados de los cuales 1.7 murieron de inanición, 1 millón de prisioneros de guerra ejecutados) impresionan por su desmesura, pero la realidad del horror no puede ser sino singular, individual. Así, uno tras otro, los testigos se confían en él y revisitan el insoportable pasado.
Uno de los muchos testimonios es el del español Vicente Navarro, cadete piloto cuyo legajo le es cedido a Echevarren por su viuda. A los diecicocho años, recrutado con otros sesenta estudiantes por agentes rusos en Murcia, a poco de estallar la Guerra Civil, Navarro viaja a la Unión Soviética “para perfeccionar nuestros conocimientos técnicos.” Los esperan en cambio cursos de adoctrinamiento, trabajos forzados y finalmente, como castigo por protestar contra las injusticias, una condena a muerte infinitamente postergada. “Rusia es inmensa,” escribe Navarro cuando tras largos sufrimientos lo envían a Siberia. “El material humano, inagotable, o eso parecía. De los que vinimos aquí en 1940, al fin de 1941 no sobrevivíamos más del diez por ciento.” Y luego: “Escribo esto para que lo sepan los panegiristas, los comunistas fanáticos del mundo entero. Ciegos, ignorantes. Y también los intelectuales, ‘compañeros de ruta’.” Echavarren nos incluye en la lista de destinatarios.
ManguellibroimagesCAJJ1CVRTestimonios como éste jalonan el libro de Echavarren, junto con la crónica de sus aventuras en Petersburgo y en Moscú, entre alojamientos incómodos, encuentros eróticos furtivos y amistades casuales, desconfiadas y breves. La Rusia de hace apenas una década, que Echevarren nos describe tan eficazmente, aparece como la sombra de la infernal Rusia stalinista, pero también como sombra de la corrupta Rusia de Putin de hoy. El modelo social que Lenin imaginó y que Stalin llevó a cabo permitió la instauración de un gobierno “arbitrario y terrible” en el cual las víctimas, dice Echevarren citando a la poeta Ana Ajmátova, “pierden cualquier semblanza de dignidad humana; hasta para morir deben hacerlo en silencio.” Es contra tales infamias, de ayer como de hoy, que Echavarren nos ofrece su crónica ejemplar.
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Roberto Echavarren, Las noches rusas: materia y memoria. La Flauta Mágica. Montevideo, 2011.
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Artículo publicado en Babelia, suplemento cultural de EL PAÍS, el 26 de mayo de 2012.
ALBERTO MANGUEL, ensayista y narrador argentino, es autor de títulos como Una historia de la lectura (Lumen) o En el bosque del espejo (Alianza).

La Flauta Mágica, títulos de poesía